Os dejo los tres primeros capítulos de mi novela La mano. Son capítulos cortos, de rápida lectura.
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El tener la
garganta entre sus manos le parecía lo más semejante a tener el control del
mundo.
Noche tras noche todo
transcurría de idéntico modo: se encontraban de madrugada en aquel bar, tomaban
una copa sin compartir confidencias, él salía primero del local mientras ella
lo seguía, caminaban juntos hasta la casa de éste y subían por el ascensor.
Ella esperaba en el ascensor mínimo mientras él abría sigiloso su casa. Una vez
dentro de la austeridad de la vivienda, se dirigían a la habitación, se
desnudaban y comenzaban a besarse animalmente.
Cuando todo parecía ser fin,
ella lo reclamaba sádica y se disponía a recibirlo por la espalda. Él la
encontraba al instante y comenzaba casi impasible, pero con un ritmo casi
musical, a dominarla. Poco a poco iba aumentando la fuerza y frecuencia de sus
sacudidas, mientras ella iniciaba la emisión de gemidos repletos de dolor y
sangre. Tras esto, él llevaba su cabeza a la almohada ensordeciendo los gritos
guturales. Entonces, la mano que obligaba a su cuello, tomaba la garganta y
comenzaba a cerrarla con fuerza regulando el aire que entraba y salía de ella,
hasta que conseguía que llegara exhausta y satisfecha al orgasmo.
En todas las noches ocurría lo mismo: llegados al
orgasmo, las respiraciones descompasadas iban perdiendo virulencia, dando paso
al silencio paulatinamente.
La virtud del orgasmo hace
que todo lo que fue agitación, tras él, aparezca como silencio, como la virtud
del silencio.
Agotados por el esfuerzo que
requiere el clímax, se desplomaban sobre la cama como animal abatido por una
bala certera.
Ninguno hablaba nada. No era
necesario ni solicitado. Sólo se dejaban guiar por la ausencia de palabras. Por
la ausencia de gestos, incluso. Porque la práctica del sexo, del sexo por el
sexo, no requiere de complicidades ni de palabras reveladoras. El sexo sólo
necesita de cohabitación, de coincidencia en un mismo punto, y de deseo, de
atracción.
Más allá de aquello, lo demás
era considerado por ambos como periférico. Hablar, tocarse, era distraer el
sosiego que acarrea el placer del orgasmo. Era negar una parte más de éste.
Es por ello que como animales
satisfechos procedían, dando el tiempo necesario a su cuerpo para la recuperación.
Orgasmo, jadeo, respiración
agitada, silencio, observación, huida.
El sueño, en el
caso de él, sucedía al esfuerzo. Tras aplacarse su respiración, del mismo modo
que lo hace el mar después de haber sido su calma sobresaltada por un barco, el
silencio invitaba al descanso. Cerrar los ojos era sinónimo de hallarlo, de
dormir, de descansar ocho o nueve horas con su necesidad carnal cubierta.
Ella, sin embargo, dejaba que
su respiración se normalizara lentamente, que el sudor de su cuerpo
desapareciera, que su sexo perdiera humedad, que sus pezones recuperaran su
color tamizado y tamaño habituales, para incorporarse pausadamente de la cama,
respetando siempre el silencio.
Sin ni siquiera lavarse o
refrescarse en el baño, abandonaba la casa en busca del descanso negado en
aquélla que visitaba cada sábado.
Tomaba el estrecho pasillo,
apenas sin cuadros ni otros adornos, recorría su breve tránsito y cerraba sin
aspavientos la puerta. Satisfecha y silenciosa partía.
No necesitaba despedirse.
Sabía que, una semana después, él estaría en el mismo bar esperándola, para
compartir una copa y proseguir con su estricto protocolo sexual.
“Las palabras sólo tienen
aristas”, se decían.
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